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jueves, 1 de julio de 2010

"La isla bajo el mar" Isabel Allende (((fragmento)))

No lo reconoció, porque después del año y medio que llevaban separados el muchacho ya no era el mismo, pero entonces susurró su nombre, Zarité, y ella sintió un fogonazo en el pecho, no ya de terror, sino de dicha. Levantó las manos para atraerlo y sintió el metal del cuchillo que él sostenía entre los dientes. Se lo quitó y él, con un gemido, se dejó caer sobre aquel cuerpo que se acomodaba para recibirlo. Los labios de Gambo buscaron los de ella con la sed acumulada en tanta ausencia, su lengua se abrió paso en su boca y sus manos se aferraron a sus senos a través de la delgada camisa. Ella lo sintió duro entre sus muslos y se abrió para él, pero se acordó de los niños, a quienes por un momento había olvidado y lo empujó. "Ven conmigo", le susurró.
Se levantaron con cuidado y pasaron por encima de Maurice. Gambo recuperó su cuchillo y se lo puso en la tira de cuero de cabra del cinturón, mientras ella estiraba el mosquitero para proteger a los niños. Tété le hizo una señal de que aguardara y salió a asegurarse de que el amo estaba en su pieza, tal y como lo había dejado un par de horas antes, luego sopló la lámpara del pasillo y volvió a buscar a su amante. Lo condujo a tientas hasta la habitación de la loca, en la otra punta de la casa, desocupada desde su muerte.
Cayeron abrazados sobre el colchón, pasado a humedad y abandono, y se amaron en la oscuridad, en total silencio, sofocados de palabras mudas y gritos de placer que se deshacían en suspiros. Mientras estuvieron separados, Gambo se había desahogado con otras mujeres de los campamentos, pero no había logrado aplacar su apetito de amor insatisfecho. Tenía diecisiete años y vivía abrasado por el deseo persistente de Zarité. La recordaba alta, abundante, generosa, pero ahora ella era más pequeña que él y esos senos, que antes le parecían enormes, ahora cabían holgados en sus manos. Zarité se volvía espuma debajo de él. En la zozobra y la voracidad del amor tan largamente contenido no alcanzó a penetrarla y en un instante se le fue la vida como un estallido. Se hundió en el vacío, hasta que el aliento hirviente de Zarité en su oído lo trajo de vuelta al cuarto de la loca. Ella lo arrulló, dándole golpecitos en la espalda, como hacía con Maurice para consolarlo, y cuando sintió que empezaba a renacer lo volteó en la cama, inmovilizándolo con una mano en el vientre, mientras con la otra y sus labios mórbidos y su lengua hambrienta lo masajeaba y lo chupaba, elevándolo al firmamento, donde se perdió en las estrellas fugaces del amor imaginado en cada instante de reposo y en cada pausa de las batallas y en cada amanecer brumoso en las grietas milenarias de los caciques, donde tantas veces montaba guardia.

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